Idas y venidas

Ya se vislumbraba la costa desde la cubierta del barco. Soplaba un fuerte viento que me obligababa a sujetarme intermitentemente a la barandilla para no salir despedida. Aunque el azote del viento era preferible al acoso constante del servicio de Buquebus, con sus tres tipos de Sandwich, de distintos niveles de altura, pero el mismo nivel de insipidez. Tenía un sentimiento contradictorio hacia los tipos de camisa verde y bandeja en mano, casi siento odio la cuarta vez que se me acercó uno de ellos ofreciéndome el menú especial “Río salvaje”, pero no podía dejar de sentir compasión por todos los menús que aquellos mismos tipos habrían tenido que comer día tras día sobre el río de la Plata. Como no pude aguantar más aquella
confusión mental, ni el olor a atún rancio, subí a la cubierta del buque, en busca de tranquilidad y, quizás, algo de nicotina.

Al poco rato de estar bailando al ritmo del oleaje, un señor de unos cincuenta años apareció en la cubierta. Sacó una petaca del bolsillo de su chaqueta y bebió un par de tragos. Por lo visto el viejo no salía a tomar el aire precisamente. Solucionado su problema de deshidratación, miró hacía mí y empezó a caminar. Mierda. Ya conocía esa mirada de loco con ganas de hablar y tocar los cojones al prójimo un rato. Últimamente se me acercaban muchos personajes de esta índole. En el último mes había conocido al asesino múltiple del bar, a una periodista a la que un “amigo” le había “regalado” unas sesiones en un psiquiátrico, y a un joven que decía ser el elegido en un taller de escritura.

– ¡Hola hija!- me grita emocionado el hombre, casi ya a mi vera. Joder. Esta si que no me la esperaba. La historia prometía.
– ¡Hola papá!- respondí- Cuanto tiempo sin verte. ¿No tendrás por ahí un cigarrito?- Si algo había aprendido de mis anteriores experiencias es que la indiferencia no disuade a los locos.
– Toma hija- dijo alcanzándome un paquete de Lucky Strike.
– ¿Qué haces por acá?
– Me salió un curro en las playas de Uruguay.
– ¿Y eso? ¿A qué te dedicas ahora?- pregunté fingiendo interés.
– Soy jardinero.
– ¿Jardinero? ¿En la casa de algún turista?
– No, en la playa. El agua salada no va bien a las plantas. Alguien tiene que regar la arena.
– Es cierto. Parece un desierto.
– Sí hija, sí. Eso intento cambiar.
– Te irá bien padre. Me invitas a otro cigarro?.
– No me gusta que fumes tanto. Ya lo sabes - Vuelve a alargar el brazo. Ignoré los consejos de papá, otra vez, y me encendí el cigarrillo. Esta vez él hizo lo mismo.

Y ahí estábamos, dos locos fumando, en silencio, en la cubierta del buquebus cuando se abrió de nuevo la escotilla del buque. Asomó un joven con camisa verde. Caminó directo hacia nosotros. Este no tenía mirada de loco. Seguramente venía a invitarnos a volver al camarote antes de que el buque arribara al puerto.

– No pueden estar aquí arriba. He de pedirles que bajen con los demás pasajeros.
– Está bien- acepté.
– Yo de aquí no me voy. -balbuceó el viejo- Quién te crees que eres para interrumpirnos?
– Han de volver a sus asientos.
– Yo me quedo aquí con mi hija!

El viejo se volvió hacia mí y se abalanzó abrazándome en un intento de usarme como barricada. Ante tal inesperado giro no pude más que intentar desprenderme de mi nuevo padre y su olor a sandwich de buquebus. Forcejeamos unos segundos, hasta que pude soltarme. El impulso me hizo caer sobre el joven camarero. Un nuevo revoloteo del viento me hizo recular y caí en el suelo de la cubierta. También el joven perdió el equilibrio, resbalando contra la barandilla. Su espalda se dobló sobre el metal. Y rápidamente sus piernas y pies se perdieron detrás de la ineficiente barrera de seguridad.
Papá y yo nos miramos. Sin decir nada más bajamos a nuestros asientos. Volvió a pasar una bandeja llena de sandwiches. Esta vez solo sentí compasión

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