La búsqueda del tesoro

La había guardado hacía diez minutos y ya no recordaba dónde. Hace años que era así. Alex nunca tenía demasiadas cosas, pues sabía que acabaría por perderlas. Tampoco tenía dinero para comprar demasiadas cosas. Pero su cajita de madera no era algo que pudiera perder. Alex se fijó en el punto rojo marcado sobre el póster que colgaba de la pared de su habitación. El póster de papel de embalaje marrón había funcionado de ladrillo desde hacía tiempo tapando un gran boquete que daba al almacén del restaurante chino de al lado. El póster le había brindado un poco de intimidad a Alex y ahora también le servía de mapa del tesoro. Sobre el papel marrón Alex había dibujado un plano de su apartamento y señalado con puntos de distintos colores los lugares donde guardar sus objetos personales a fin de evitar su extravío. La mancha amarilla que coloreaba el rectángulo de la cocina insultaba a Alex cada vez que miraba el mapa. Hasta él podía asociar comida y nevera sin la ayuda de ningún estúpido sistema pictográfico. El punteado verde sobre el armario y el tendedero del balcón le era útil cuando sus calzoncillos quedaban rezagados debajo del sofá en un acto de pasión y desconsideración perpetrado por sendos desconocidos un viernes cualquiera. Los apuntes y libros de la facultad de química eran azules, pero hacía meses que Alex no buscaba nada azul. Y el punto rojo. El punto rojo descansaba sobre la mesita de noche de la habitación de Alex. Cada mañana Alex miraba el punto rojo y corría desesperado a abrir el cajón de su mesita. Hacía lo mismo poco antes de almorzar y poco después. Algunos días a la tarde. Y sobre todo por las noches. Cada noche acudía a su cajón dos o tres veces al ritmo de la música oriental que hacía aún más ordinarias las cenas tras el falso ladrillo de papel. Su cajita de madera era el punto rojo, y ahora no estaba en la mesita. ¿Por qué demonios no la había guardado ahí? ¿Para que mierdas había desperdiciado su tiempo dibujando puntitos de colores? Maldito imbécil. No le quedaba otra que buscar.

Con no poco esfuerzo, Alex se levantó de la cama y caminó hacia el armario. Sumergió su mano entre el montón de ropa desordenado que yacía sobre la única tabla de un placard sin puertas. Removió las prendas impetuosamente confiado en palpar la textura de la madera entre las telas de algodón. No tuvo éxito. Una camiseta de Bart quedó tirada en el suelo de la pieza. El hermano mayor de los Simpson miraba fijamente a las dilatadas pupilas de Alex.
- Multiplícate por cero- operó Bart.
- ¿Dónde está mi caja? Crío de mierda- le reclamó Alex.
- ¡Yo no fui!
- Dame la puta caja - gritó Alex sosteniendo la cara de Bart entre sus dos puños cerrados.
- ¡Besa mi trasero amarillo!- Alex estiraba la camiseta enfurecido mientras Bart repetía sus carismáticas frases.
- Sin tele y sin cerveza, Homer pierde la cabeza- le recordó Bart justo antes de convertirse en dos futuros trapos de cocina.

Aún quedaba birra fría en la nevera. Casi siempre había alguna birra fría en la nevera. Casi siempre era lo único que había. Le vendría bien un trago después de tal acalorado altercado. Alex se tomó la primera lata de cerveza por el largo pasillo hasta la salita y se tumbó en el sofá antes de abrir la segunda. A través de la única ventana del departamento se veía un mosaico de nubes sobre fondo celeste. Es increíble como bailan
las nubes. Esponjosas figuras emergían tras la celosía cuadriculada. Un gato y un coche convergieron en una silueta difusa que se alargaba. Y se formó una caja sobre el cielo. ¡Hostia, necesito mi cajita!- recordó Alex. Caminó apresurado hacia la habitación. Caja de madera. Punto rojo. Mesita de noche. Abrió el primer cajón del velador. Ahí no estaba. ¿Por qué no estaba ahí su cajita? ¿Dónde coño la había puesto? Con sus temblorosas manos encendió un cigarrillo que encontró oculto en el fondo del cajón. Mucho mejor- se dijo Alex.
-¡Mucho mejor!- gritó Alex.

Un retortijón en la tripa interrumpió su estado zen. Otro. ¡Alex se ha hecho caca! ¡Alex se ha hecho caca! El eco de las burlas de su hermano mayor llegaba quince años después de aquel fatídico campamento. Los dedos acusatorios le seguían mientras trotaba entre las carpas en busca de alguna hoja con la que limpiarse el culo. Esta vez logró sentarse a tiempo en la taza del váter. Se aferró al rollo de papel higiénico y a la suavidad de la doble capa. El esfínter se abrió en el acto dejando pasar un caudaloso torrente de líquido marrón. Tuvo que hacer un poderoso esfuerzo abdominal para liberarse de toda esa mierda putrefacta que acabó goteando sobre el agua estancada del retrete. ¡ploc! ¡ploc! El fluido escatológico retumbaba al unísono del grifo del lavabo. ¡ploc! ¡ploc! Alex veía como caía la molécula angular representada en sus libros de texto hacia la cañería. Dos átomos de hidrógeno. Uno de oxígeno. Dos esferas blancas. Una roja. Muchas moléculas de agua. Muchos puntitos rojos nadando por el lavamanos hasta perderse por las tuberías. Alex se asomó embobado a la rejilla del suelo que cubría el desagüe del baño para seguir el recorrido de los círculos color escarlata ¿Dónde irán a parar? El punto rojo que tanto ansiaba debía estar en el mismo lugar. Retiró la rejilla y metió el brazo hasta el codo. Una masa de pelos, colillas y papeles atrapó la mano de Alex dentro del hediondo agujero. El pelo empezó a crecer, subiendo hacia la superficie, hasta envolver el brazo de Alex. Y crecía. Hacía su torso. Hacía su cuello. Lazos de queratina asfixiantes. Con la mano libre, Alex intentó desprenderse de la enredadera. Torpemente consiguió quebrar las hebras castañas. El pelo seguía creciendo mientras Alex gateaba asustado hacía su habitación. El pelo le perseguía. Y su ansiedad aumentaba. El corazón le golpeaba fuertemente el pecho. Cerró la puerta de su cuarto con una patada desde el suelo, dejando atrás la diabólica cabellera. En un último arresto buscó resguardo debajo de la cama. Estiró los brazos desfallecido. Abrazando el suelo. Su dedo índice notó la dureza de un objeto conocido. La madera de roble acarició su mano. Al fin la encontró.

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